Era una tarde del mes de marzo, tarde hermosísima en que la naturaleza virgen empieza a ostentar todas sus galas y primores; en que los campos, cubiertos de verdor, ya ofrecen a esa juventud fascinadora y gozosa las bellas flores con que el cielo los ha enriquecido; en que los pájaros, gorjeando alegres en el verde ramaje de los árboles, entonan un himno de alabanza al Ser Supremo como autor de sus criaturas.

Yo paseaba por los campos a los últimos reflejos del sol, buscando la senda más apartada y solitaria para entregarme a las reflexiones, y recordar allí las horas de ilusión, de alegría, de placer y de tristeza, que dejan el alma sumergida en un caos de confusas ideas.

Como caminaba ensimismada contemplando la hermosura de aquella tarde y admirando en todo lo que me rodeaba la grandeza y bondad infinita de Dios, llegué bien pronto al lugar donde deseaba. Rendida por el cansancio, senteme a la orilla de un río, sobre el cual el astro de la noche comenzaba a esparcir sus rayos. Confundidos aún con los del sol, en la superficie clara y cristalina de sus aguas perfumadas por algunas flores que arrastraba en su corriente. Tan absorta estaba en mis pensamientos que me vino un profundo y delicioso sueño; de manera que a los pocas instantes yo soñaba: pero ¿qué soñaba? Quizá mi sueño no tenga ninguna relación con el objeto con el que nos reunimos en este sitio; pero os lo referiré con el lenguaje tosco y rudo de que soy capaz, y me diréis si tengo razón o no para haberme impresionado.

Soñé que como se llegaba el día en que había de presentar mis desnudos pensamientos, y no teniendo una idea, una frase ni una palabra aún para empezar a formar mis mal descifradas líneas, se había apoderado de mí la idea de no seguir más, aunque con pesar de mi corazón, el estudio de la ciencia que con tanto ardor había empezado.

Un desaliento se había apoderado por completo de mi espíritu desfallecido y pronto ya a sucumbir a la idea que tenía formada, si una mujer que me habló en estos términos no hubiera llamado mi atención.

—Oye, buena niña, ¿por qué tus facciones están contraídas y tus ojos parece se han humedecido con el llanto? ¿No tienes por ventura el regazo de una madre, el abrigo de un padre, un hermano, una amiga a quienes comunicar todos tus sufrimientos? No parece sino que el dolor agobia los más preciosos años de tu vida.

—¡Oh!, sí, —le contesté—. Sí tengo todos esos seres amados que labran la felicidad de la tierra; pero esos seres no pueden hoy calmar en algo la tristeza que me aflige, y por eso estoy al punto de perderlo todo.

—¡Cómo!, ¿perderlo todo? —exclamó ella entristeciendo su semblante antes risueño y apacible— ¿Que será posible que te dejes subyugar al peso de los trabajos que el Creador manda a su criatura?, ¿tan grande será tu aflicción que no me la puedes comunicar para ver si en algo alivio tus penas? —Mi pena —le contesté con respeto— no es nada para otra persona; pero para mí, es un trabajo superior a mis fuerzas, cual es, el de presentar una composición, algo, pero que sea exclusivamente propio de la persona a quien se designa. Y, ¿qué hacer?… Pensaba formular una composición pequeña, y aunque fueran mal escritas mis ideas, por ser la primera vez, dedicarlas a mi infatigable maestro que tanto interés toma por instruir al sexo débil.

Pienso mucho, pero no encuentro cómo expresarme, cómo manifestarle mi reconocimiento por el bien que ha hecho a mi alma...

Callé, y esa mujer fijó en mí sus lindísimos ojos, y una grata sonrisa se desprendió de sus labios de rosa, la que fue correspondida por una de las mías.

Esa mirada, esa sonrisa, aún las tengo presentes, aún las veo. Parecieron un rayo de luz a mi espíritu, porque al instante mis labios, antes trémulos para pronunciar una palabra, se sintieron con valor suficiente, si no para escribir lo que pensaba, al menos para sostener el diálogo con aquella visión encantadora.

En seguida me interrogó diciendo:

—¿Y sabes quién soy yo que tanto me intereso en dar consuelo a los afligidos y conducirlos al puerto seguro de salvación?... ¡Oh, lo comprendo! Estás confundida, y esas tus lágrimas me dicen que no entiendes lo que te digo: pero me expresaré con claridad para que veas que soy la madre más amorosa para con sus hijos y la amiga más fiel para con otra amiga. Soy “La madre del amor hermoso, de la ciencia y de la santa esperanza”. Así pues, échate en brazos de mi amistad y anda a manifestar, con el lenguaje que te es dado, el júbilo que embarga tu pecho y el cariño y respeto que debes a la persona que dices, y no vuelvas jamás a desconfiar de la misericordia divina.

Apenas acabó de decir estas palabras cuando, sostenida como por seres sobrenaturales, fue elevándose poco a poco dejándome extasiada y confundida. Quise verla de lleno, pero me lo impidió una luz tan fuerte que me obligó a volver los ojos al suelo; levanté de nuevo la vista, y ya no vi más que sombras y tinieblas en mi derredor.

Al momento desperté: ya no estaba en el campo, sino en mi estrecho cuarto, alumbrado con la claridad de la aurora que, esparciendo su tenue luz, anunciaba la venida del nuevo día.

Al punto tomé un lápiz y papel para marcar de una manera clara los conceptos que mi acalorada imaginación había reproducido en el tránsito de un sueño celestial a la idea del desengaño, emanado de la quieta manera de prejuzgar. Toda vez que me preocupa la manifestación de mis ideas para hacer una relación correcta y acertada, me permito suplicaros os dignéis perdonar mis desaciertos.

Terminaré por decir que la ilusión, el placer, la alegría y el encanto que produjeron en mi alma las transformaciones de la hada que contemplaba en mis ensueños, opacaron la luz de mis ojos, presentándome desde luego una nube rojiza, primorosa, que tomando formas naturales se elevaba de la superficie de la tierra, semejante en su esplendor a la imaginaria figura de un ángel.

Despojando mi espíritu de sus caprichosas ficciones y lleno de apacible calma, me hizo entrever el penoso tránsito de la ilusión a la realidad, ofreciéndome un porvenir de esperanzas risueñas mezcladas con el dolor, y asomando a mis ojos una lágrima de ternura, lancé un suspiro que ahogaba mi pecho.