I

Desde muchas horas antes de amanecer andaba en el monte, guiado por un mocetón fuerte, nervioso y esbelto que conocía la sierra con todas sus entradas, salidas y vericuetos. Eran aproximadamente las once de la mañana. El sol se derretía en chorros de fuego, y el cansancio y el hambre habíanme agobiado de modo tal, que determiné no continuar más en pos de los venados, única objeto con que saliera del rancho, no muy cercano de nosotros a esa hora, pues ocho largas hacía desde que empezó nuestra cinegética expedición.

Como se me asegurara desde la noche anterior que, a poco de correr y de transmontar las primeras colinas donde empezaban a elevarse los enormes estribos de la sierra, habríamos de encontrar dos partidas de venado que campeaban en unos sembradíos de cebada, a la orilla de las ya pizcadas labores de maíz que desde las casas divisábamos, me conformé, al levantarme, con un jarro de café negro, buen trago de aguardiente y unos cuantos bocados de pan. Así es que, después de tantas horas de ejercicio, me hallaba completamente desfallecido. Y lo peor del caso era que mi tenacidad y mi empeño no obtuvieron compensación ni recompensa alguna, porque de las codiciadas reses no encontramos sino las huellas y no frescas por cierto, pues las más recientes acusaban el paso de la partida con una antigüedad de varios días.

Aunque del rancho había salido a caballo, tuve que dejarlo atado a un tronco donde la senda que teníamos que remontar era tan empinada y abrupta, que no dejaba paso a la cabalgadura. Mi conductor iba a pie: pero ahí se las dieran todas, pues no parecía sino que se paseaba por ameno prado y que la roca viva sobre que se abría el sendero era una suave rampa de mullidísima alfombra tapizada.

Rendido, pues, de tanto andar sin provecho ni esperanza de alcanzarle, ya que a las horas del sol todos los animales montaraces van a sestear sombreándose en los sitios más apartados y ocultos, determiné, como he dicho, poner fin a mi tarea y regresar al rancho, donde, después de confortar el estómago y dar descanso al cuerpo, enderezaríamos hacia otro rumbo nuestra expedición, pues yo soy tenacísimo e infatigable cuando de montería se trata, y no le doy punto hasta que logro derribar siquiera una pieza de las que me propongo perseguir.

Bajamos de la montaña, y aunque el descenso era penoso por lo empinado y áspero de la cuesta, hicímoslo con rapidez suma, hasta llegar al sitio donde el caballo esperaba despuntando pacientemente las pocas hierbas que estaban a su alcance. Mientras nos ocupábamos en enfrentarle y apretar el cincho de la montura, acertó a pasar cerca de nosotros un arriero que sobre menguado macho rucio recorría gran extensión de la sierra vigilando, según me dijo, diversas pastorías que bajo su cuidado estaban. Enterele del objeto que por aquellas asperezas nos traía y nos manifestó, con grande contentamiento mío que me hizo palpitar el corazón y hasta olvidar en un instante las pesadas fatigas, que no lejos del lugar donde nos encontrábamos acababa de ver, hacía una hora escasa, las dos partidas de venados que iban a refocilarse con la cebada de los vecinos sembradíos; que seguramente habríamos de dar con ellos cuando la tarde empezase a declinar; y por último, se ofreció el buen rabadán a conducirme él mismo al sitio donde todos los días sin faltar uno, y al salir o ponerse el sol, los deseados antílopes se dejaban ver sin recelo alguno, pues mucho tiempo hacía que nadie les daba caza. Ante tan halagadora perspectiva, me resolví, sin vacilar, a quedarme en el punto donde me encontraba, que un bosque de encino y palo blanco cubría del sol, desparramando en torno plácida frescura.

Ordené a mi guía ir al rancho y traerme lo que más pronto y a la mano encontrase de comer y, aunque le ofrecí con insistencia el caballo para mayor rapidez y comodidad, no lo consintió en manera alguna e hízome ver, probándolo hasta la evidencia, que más pronto y mejor llegaría en el caballo de San Francisco, pues cualquiera otro le incomodaba y servíale de estorbo solamente. Dejele hacer. Le vi bajar la última colina, echar por un atajo y perderse después a lo largo de los barbechos en los abandonados laboríos. Quedé solo con el vaciero informándome de todo lo que a la caza por aquellas montañas se refería, y siendo satisfactorias por demás sus informaciones, supliqué con el más grande encarecimiento no dejase de volver para acompañarme a la ronda de las tan decantadas partidas. Me lo prometió de la mejor voluntad, asegurándome regresar a poco, pues sólo tenía que ir a “echar un vistazo” al hato más próximo, que se encontraba distante una pequeña legua.

Dos escasas me separaban del rancho; así es que, dada la destreza y actividad de mi guía, antes de dos horas esperaba su regreso, y entretanto me aparejé a descabezar un sueño sobre el reseco zacatal del monte. Como busqué la mejor posición, la que tomé al echarme permitíame abarcar con la mirada inmensa extensión de la llanura que se perdía al pie de la tendida falda donde reposaba, la cabeza en alto y el cuerpo descendiendo, según la suave ondulación de la pendiente que me servía de lecho. Estaba ya completamente solo: el caballo atado muy cerca y mi carabina Winchester apoyada en un encino al alcance de la mano.

El sol del mediodía clavaba sobre la tierra gris sus estiletes de lumbre, que, al atravesar la atmósfera candente, vibraban cual moléculas de oro fundidas en el inmenso crisol del espacio.

II

Regalado bienestar inundome al sentir en mis miembros el contacto fresco de la sombreada tierra. Entorné los ojos para librarlos de la lejana reverberación del campo. Pero a poco empezó a relievarse el dilatado panorama, profundo y vario al propio tiempo en su monotonía misma, pues un detalle, un accidente baladí que surgiera de pronto en cualquier punto del paisaje, imprimíanle admirable diversidad, perceptible claramente al ojo experto en semejantes contemplaciones.

La planada se extendía tersa y bruñida por la pesada y aplastante onda abrasadora del sol, haciéndola brillar en la lejanía con un espejismo áureo y trémulo que inmensas lagunas y refrigerantes corrientes semejaba. Los surcos del abandonado barbecho aparecían como cintas donde el oro del sol se decoloraba en cobres profundos y apagados, y las duras glebas, lo mismo que las cepas de los rastrojos, reverberantes y policromas, figurábanseme enormes gemas de una caprichosa y nunca imaginada pedrería.

Hasta donde la vista alcanzaba se tendía la llanura, recortándose, allá muy lejos, por la inmensa mancha verde y cenicienta del mezquital, en cuyo medio se asentaban las rancherías. Más cerca y en el centro de algún campo labrantío, desnudo ya de su pompa, surgían enhiestas y rígidas las secas cañas, de donde la mazorca fue arrancada, como rojas espadas centelleantes, y aquí y allá se amontonaban gigantescas hacinas de rastrojo, fulgurantes al sol cual monumentales edificios de oro puro. Por otro lado, y rompiendo la monotonía gris de la planicie, sola y aislada, a grandísimas distancias, surgía de la tierra la nota verde clara de copudo mezquite, como una enorme brocha de esmeralda; y más acá, ya muy cerca de mí, a derecha e izquierda corría en interminable sucesión la no interrumpida cadena de colinas y laderas festoneadas de vegetación que se levantaban gradualmente sobre el terreno, hasta empinarse en las titánicas moles de la cordillera que atrás había dejado. Y arriba, muy arriba, altos, altos, manchando el esmalte azul del espacio, negrísimos y profundos, revoloteaban los cuervos solitarios, con vuelo sosegado y solemne, como trágicos gérmenes de tiniebla que buscaran un sitio para clavarse en la esplendorosa inmensidad del éter incenciado.

Recogiendo la vista, fijela en un punto de la llanura y descubrí, en medio de manchones de maleza, los jacales de una estancia, cercados por apretada hilera de magueyes y cardones: podía distinguir apenas las tapias de adobe con sus tejados de palma. No había señal de movimiento y vida en aquella mansión, y una tristeza, vaga y honda al mismo tiempo, la rodeaba por todas partes.

Ya he dicho en otra vez que el campo es triste, siempre triste, inmensamente triste; y hay la singularidad de que la penetrante impresión de melancolía que produce es tan augusta en la mediación del sol como en el peso de la noche. Siempre existe cierta lobreguez en la majestad de esas dos horas; sólo que no hay en la del mediodía el horror que por la noche tanto perturba el ánimo y lo amedrenta. Pero el que se encuentra en la soledad de los montes cuando el sol toca en el cenit, siéntese sobrecogido perpetuamente por el infinito y perdurable misterio de la Naturaleza. Y si el paisaje que se desarrolla ante los ojos es dilatado, monótono y salvaje, entonces el alma va a ampararse en la sagrada tristeza, como los picos más encumbrados de las montañas se empapan en la suprema frialdad de las eternas nieves.

Aunque lo procuré con todo empeño, no pude dormir. El campo, cuando no hay un objeto que divierta mi espíritu de las cosas comunes de la vida, prodúceme a menudo cierta embriaguez estática, o más bien dicho, una borrachera en que me sumerjo plácidamente hasta llegar, a fuerza de abstraerme en la meditación contemplativa, a ese punto muy semejante al nirvana, que el inolvidable poeta describió en un verso de penetrante intensidad al preguntarse: “¿En qué pensamos cuando no pensamos?”…

Estaba, pues, llegando a ese estado espiritual, cuando un accidente súbito me despertó de mi marasmo. En la estancia que juzgué solitaria y que se aparecía como a un cuarto de legua, vi revolotear, tras el cercado de magueyes, muchas aves de corral que en confuso desorden y apresuradamente pugnaban por eludir un peligro. Al mismo tiempo aparecieron en el boquete que servía de puerta al solar, dos mujeres que agitaban los brazos con ademanes y aspavientos desesperados; y tales gritos lanzaban, que llegaron perceptiblemente hasta mis oídos. Y en aquel propio instante, un animal que pude distinguir a la distancia y acababa de saltar el cercado perdiéndose entre los matorrales del montecillo, apareció de pronto en plena llanura, corriendo rápida y derechamente hacia el sitio donde yo me encontraba. Dos perros ladrones furiosos le seguían, pero sin lograr alcanzarle, y, desalentados y rendidos, fueron quedándose atrás uno de otro, ya sin intento de continuar la persecución. Todo esto duró algunos minutos. Yo me había incorporado sobre el brazo derecho y al través del ramaje observaba atenta y cautelosamente. El animal perseguido que con su ligereza lograra burlar la furia de sus enemigos, era un coyote grande y peludo, y en el hocico traía una gallina negra que agitaba las alas cacareando lastimosamente. A cada instante se acercaba más a mi puesto, y calculando yo que no tardaría en estar a tiro, eché mano a la carabina y me apercibí a aguardar en acecho aquella a quien ya consideraba por segurísima presa. Mas cuando el animal iba a ponerse a mi alcance, con la singular astucia de que está dotado, adivinó sin duda mi presencia, por los movimientos que hice necesariamente al tender el arma para encañonarle y disparar en el momento que le tuviese bien enfilado.

Y repentinamente el coyote torció el rumbo hacia mi derecha y a todo escape se lanzó atravesando los barbechos con dirección al cerro. Y con la misma rapidez me puse en pie; y desamarrar el caballo y ponerme de un salto sobre la silla, obra fue de un solo instante. Y desatentado bajé por la colina como si a despeñarme fuera, enderezando la carrera en pos de la escapada bestia, a quien traté desde luego de atajar, cortándole el camino que hacia la montaña proseguía. Mucho alcanzó a aventajarme en tan cortos momentos; pero mi caballo era ligerísimo, estaba descansado y el coyote no podía correr mucho por la planicie sin que presto le diera alcance. Varias ocasiones había emprendido con éxito persecuciones semejantes; así es que abrigaba la seguridad de cansar al malvado y ladrón raposo a quien juré hacer pagar con la muerte todos sus merodeos.

III

Alcanzaba, por fin, a cortarle terreno. La distancia iba menguando. El coyote había tomado por un atajo que hacia larguísima cerca de piedra encaminaba. Tal cerca no fue descubierta por mí sino en aquel momento. Dividía las llanuras labrantías de los cerros, formando dos potreros. Era bastante elevada y corría en línea recta, subiendo y bajando sobre la falda, según las ondulaciones del terreno. Al pie del lienzo y paralelo a él hundíase un vallado poco profundo y cegado en partes por las corrientes de la sierra. Por allí seguía desaforado el coyote, y yo tras él no cejaba un punto. Pero evidentemente que si el fugitivo alcanzaba a saltar cerca y vallado, se remontaría por los cerros, ocultándose entre los mogotes que, salteados aquí y allá, en el declive de la falda, iban espesándose más y más, a medida que la montaña se empinaba. A evitarlo a todo trance corría yo desalado y lograrlo creía antes de mucho, pues por dos ocasiones el bermejo canino se detuvo fatigado, sentándose sobre los cuartos traseros y dirigiendo hacia mí sus orejas rígidas y el agudísimo hocico que constantemente atenaceaba sin piedad a la pobre gallina, ya casi exánime, a juzgar por las ligerísimas convulsiones en que se agitaba. Y en esas dos ocasiones intenté disparar haciendo blanco al detener de súbito el caballo; mas el astuto animal emprendía de nuevo e instantáneamente la rápida carrera obligándome a seguirle siempre a todo lo largo de la cerca.

Y a cada momento me acercaba. Unos cuantos más, y tenía la seguridad de fusilarle a mansalva, pues el coyote iba debilitándose según se echaba de ver en lo flojo de la carrera y por la desesperada ansiedad con que buscaba la salida por cualquier parte. Yo estaba ya jadeante y trémulo por el ardor de la persecución que de frenético estímulo me servía. Un instante, un solo instante, y la presa era segura. Veíale el rojizo pelambre enmarañado e hirsuto y la esponjada cola casi barriendo el suelo y medio escondida entre las ancas…

Y de repente, en un solo punto y de un solo golpe, el animal saltó por oculto brincadero de la cerca, donde sin duda los leñadores o los cuatreros habían rodado las piedras para abrirse paso y comunicación entre las dos dehesas.

Quien se haya encontrado en lance parecido, podrá figurarse la desazón y descorazonamiento que sentí de súbito. La cólera y el despecho invadiéronme de tal manera que me propuse disparar todos los tiros de mi carabina sobre la solapada bestia que así me había burlado, apenas la divisara a la otra parte del lienzo, pues pensar en seguirla era pensar en lo excusado, y poco menos que imposible hacer brincar el caballo por aquel portillo, practicable sólo para los peones y animales monteses; e intentar la persecución a pie era casi una locura, por lo duro, sinuoso y empinado de la vertiente. Así es que paré de pronto el caballo y me apercibí a hacer fuego en el instante en que el coyote apareciera al otro lado del brincadero, lo cual tenía que suceder forzosamente, y en un momento, sin que lograra esconderse entre los mogotes, que en aquel sitio eran ralos y dejaban claros suficientes para poder dar caza a una pieza mucho más pequeña que la que se me había escapado.

Desde el punto en que me encontraba, a menos de cincuenta pasos del brincadero, descubríase buena extensión de terreno por ambos lados de la cerca, que precisamente a corta distancia y por la parte interna se torcía en ángulo obtuso, siguiendo la irregular pendiente de la montaña, lo que me permitía ver cualquier objeto que se moviera al pie mismo de la provisional muralla. Y es el caso que transcurrieron segundos, minutos, sin que el decantado animal apareciera. Desde el caballo dominaba yo todos los lugares por donde podía surgir de pronto, aun a largo trecho, y aunque contra las piedras de la cerca se deslizara intentando incrustarse en ellas, a verle alcanzaría siguiéndole con la vista por todas las veredas. Confundido hallábame y “mistificado” casi con aquella desaparición repentina. —La bóveda, antes azul, del cielo estaba roja y el sol se desbarataba en cataratas de lumbre sobre la extensión bravía. Allí el monte era yermo: abajo la inmensa sabana de tierra candente: arriba las estribaciones de la cordillera, manchadas a veces por el chaparral ceniciento, cubiertas a trechos por los peñascos calizos que rodaron los siglos desde la montaña, como enormes osamentos de una raza monstruosa; y entre aquellas dos arideces, el cercado de piedras calcáreas de abrasadora blancura y que en sinuosísima curva iba siguiendo los accidentes de las laderas desoladas. Eché pie a tierra, desaté el cabestro, y llevando de él a mi cabalgadura, dirigime al punto mismo del brincadero donde la cerca aparecía como una gigantesca mandíbula, monda y desdentada.

Por ese lugar precisamente había saltado el coyote y desaparecido, sin que a verle volviera en todo aquel espacio. Trepé por las piedras rodadas del brincadero, siempre llevando del ronzal a mi caballo, y cuando estuve en la medianía del boquete, me asomé al lado opuesto del potrero buscando en el suelo las huellas que el animal hubiera dejado… Y en este punto, protesto y juro que el pasmo y la admiración dejáronme de un golpe de una sola pieza, parado, confuso y aturdido. Al pie del muro de cantos sueltos de que la cerca estaba compuesta, acurrucado, hecho un ovillo, en informe montón que se encogía sobre sí mismo, un viejecillo desmedrado, sucio hasta la repugnancia, apareció a mis atónitos ojos, que todo esperaban encontrar, menos semejante engendro de asquerosidad a quien apenas podía considerarse como un ser humano. Las rodillas finas y puntiagudas, ceñidas por los brazos en apretado nudo, como por dos cobrizas serpientes, escuálidas y viscosas. El descubierto cráneo, coronado por hirsuto greñal de mechas grises, descansaba sobre aquel infame nido que los codos y las choquezuelas formaban, y todo el conjunto aparecía cubierto por inverosímil envoltura de andrajos nauseabundos. Los desnudos brazos y las piernas, tan canijos y descarnados como los de una momia, tenían el color grasoso y obscuro del café tostado; y en tal apariencia y postura, el vejete semejaba un faquir indio sumergido en la estúpida somnolencia de su contemplación. A su lado descansaba en el suelo, boca abajo, un viejísimo sombrero de palma, alto de copa, agudo y abollado. Y la inmovilidad de toda aquella masa vil, cuasiinforme, infundiome de pronto estupor tal, que no acerté a tomar por largos momentos resolución alguna. Por fin, repuesto de mi sorpresa, alcé la voz para despertar al viejo a quien juzgué dormido o amodorrado bajo la inmensa ola ardiente del sol, que más que inundarle, le quemaba; mas ningún movimiento respondió a mi llamado. Repetí las voces hasta llegar al diapasón del grito; y sólo en el último que acompañé con un empujón dado sobre su espalda con la culata de mi carabina (pues sentía viva repugnancia de tocarle), alzó pesadamente la temblorosa cabeza que dirigió hacia mí, mostrándome una faz tan en consonancia con el cuerpo, que comencé a sentir inexplicable inquietud. Unos cuantos pelos ásperos y rígidos manchaban de blanco y gris aquel inmundo semblante, donde los ojos, como dos gotas de agua sucia, escondíanse vacilantes y contraídos entre dos círculos rojos hasta la sangre, encendidos hasta el fuego y despoblados de cejas y pestañas, de los cuales pugnaba por desprenderse y resbalar un humor asqueroso sobre los pellejos negros y cochinos de aquellos pómulos, partidos por arrugas tan profundas, que semejaban cuchilladas.

Fijó en mí la mirada, sin verme al parecer: tanta vaguedad había en ella. Trató de incorporarse, pero el temblor de los remos se lo impidió y dejose caer de nuevo sobre la piedra que le servía de asiento. Como no contestara a mis preguntas ni hiciese caso de las palabras que le dirigía, mostreme duro y amenazador, hasta lograr infundirle cierta timidez que lo obligó a hablarme, advirtiéndome desde luego que era sordo. Entonces a gritos le interrogué.

—¿Dónde está el coyote que brincó por aquí?

—No he visto, padrecito —me respondió enseñándome los dos colmillos únicos, verdes y negruzcos de que sus encías estaban guarnecidas.

—Eso no es verdad. En este mismo lugar ha caído y por fuerza tuvo que tropezar contigo y despertarte, por muy dormido que estuvieras.

—No ha brincado nada, padre santo. Y su voz era tan quejumbrosa y entrecortada, como si mortal dolencia le aquejara. Yo no he visto, continuó, estoy muy malo y aquí me quedé a descansar, “pos” ya no puedo ni llegar a mi casa.

—¿En dónde vives?

—Allá —me dijo, señalando con un vago movimiento del enjuto brazo un punto indeterminado que estuviese a la vuelta de los cercanos cerros. Vengo de pedir limosna por algunos ranchos donde hay almas caritativas que me socorren. Pero estoy muy malo y ya no puedo caminar.

En la voz y los ademanes del viejo se advertía, efectivamente, que estaba muy enfermo, lo que empezó a inspirarme hondísima compasión. Expliquele el caso del coyote y la imposibilidad de que hubiera desaparecido sin ser visto. Juró y perjuró el viejo que no había sentido la carrera ni el brinco. Me incliné buscando en la tierra las huellas del animal, pero el terreno era pedregoso y yo no podía observarlas. Al bajarme un poco para examinar mejor el suelo hice rodar algunas piedras de la cerca que cayeron casi sobre el sombrero del mendigo. Y en aquel instante… ¡horror de los horrores!, el sombrero empezó a moverse vertiginosamente como si oculta fuerza le impeliera. No pude darme cuenta de mi asombro, porque en el momento mismo voló el tal sombrero volcado por una gallina prieta que, escapándose de debajo echó a correr aleteando, aturdida y asustada, hasta los mogotes más cercanos, donde se escondió, súbitamente, dejando oír sólo su alharaquienta gritería.

Imposible dar cuenta de mi estupefacción y de mi asombro. Por un primer impulso quise arrojarme sobre el mendigo y molerle a golpes o descerrajarle un tiro. Mezcla increíble de furor y espanto se apoderó de mí, y ciego, desatentado y frenético, sin tener conciencia de mis actos iba ya a consumar horrendo crimen, cuando el viejo, en el colmo del terror y como por enérgica fuerza impelido, púsose de rodillas y con las lágrimas en los ojos y alzando hacia mí los brazos, implorantes, gritome, con grito tan desesperado, que nunca olvidaré:

—¡Perdóname, padrecito de mi alma, no me mates, nada te hago! Esa gallinita me la dieron de caridad; no me la he robado. Soy un pobre, soy un pobrecito viejo y estoy enfermo. ¡No te vaya a castigar Dios!

Una ola de sangre fría hízome volver el buen sentido, tan repentinamente como me había abandonado. Pero mi retorno al cabal juicio vino de estupor tal acompañado, que tardé buen espacio en darme razón exacta de aquel evento. Cuando alcancé a reponerme, me envolvía cierto ambiente de misterio y pavor, que me impulsó a trastumbarme del montón de piedras donde hasta entonces había permanecido, y poco a poco fui enrollando el cabestro; amarrelo a los tientos de la silla y monté de nuevo, ordenando al viejo con voz que el mismo estado de mi ánimo hacía imperiosa y amenazante, esperar en aquel punto hasta mi regreso.

IV

A carrera tendida por entre los barbechos me dirigí a la estancia de donde el coyote había robado la gallina. Llegué en unos minutos. Llamé en seguida con las palabras sacramentales.

—¡Ave María!

—En gracia concebida, me contestaron desde adentro dos mujeres que a poco aparecieron en el umbral de los jacales.

—¿No se ha llevado el coyote alguna gallina? —les pregunté precipitadamente.

—Sí, siñor; y todos los días se lleva una o, con perdón de su mercé, un puerquito, de modo que ya no tenemos vida. Ni los perros, ni balazos que le avientan los hombres, pueden espantarlo, “pos” siempre le “jierran” y los perros se cansan y le tienen miedo.

—¿Hay aquí algún hombre que venga conmigo a seguir al coyote que está del otro lado de la cerca?

A mi pregunta, presentose un muchacho que acababa de llegar del trabajo, según me dijo; le invité a acompañarme, a lo que prestose de muy buen grado; y ambos, entre las bendiciones y los votos de las mujeres, enderezamos el rumbo hacia el lugar de mi aventura que, como era natural, no quise referir a aquellas buenas gentes.

Cuando nos acercábamos al portillo del brincadero, divisamos al rabadán y al guía que ya estaban de regreso y se dirigían a nosotros, pues no habiéndome encontrado en el punto donde me dejaron, vinieron en mi busca, dando conmigo en poco tiempo. También les puse al tanto del objeto que me había apartado del bosquecillo de los encinos, y todos cuatro llegamos en un momento al lugar donde el coyote se me escapara dejándome burlado, y donde el viejo mendigo debía aguardarme.

Pero éste también había desaparecido; y aunque pensaba yo que no podía estar muy lejos según era enfermizo y débil su aspecto, no quise decir una palabra sobre el hallazgo del viejo a mis compañeros, para que fuesen a buscarle.

Los tres eran peritísimos en eso de seguir pistas y encontrar huellas. Púseles sobre el terreno mismo, y con todo y que sólo de piedra dura se componía, pudieron adivinar el paso, pero no de un animal, sino de un hombre. Advertirlo y quedarse parados de una sola pieza, viéndome con atónita mirada, fue una sola cosa.

—¡Alabao sea el Santísimo Sacramento del Altar! —exclamó el vaciero y todos tres se persignaron—. Ésta es la “fuella” del nahual.

—¿Qué nahual? —les pregunté con una sonrisa incrédula, que yo mismo no estaba muy seguro de que fuese natural.

—Pos, siñor —dijo el muchacho a quien fui a traer de la vecina estancia—, es un viejo muy malo que se aparece por todos estos montes y naiden sabe de dónde viene ni dónde vive.

—Sí, amo —repuso el vaciero—; y dicen que se güelve coyote o cualquier otro animal ansina de esos del monte, porque izque tiene pauto con el enemigo malo.

—Yo nunquita le vide —dijo mi guía que hasta entonces había estado mudo y estupefacto—; pero he oído hablar mucho de ese viejo, que dicen que tiene la casa en una cueva del cerro.

—Eso no es verdad, les dije, no hay nahuales; y si algún viejo o mozo ha pasado por aquí hace poco, vamos a buscarle y por fuerza tenemos que dar con él.

Y nos pusimos en obra, pero todo fue inútil. Agotamos el vigor y la paciencia. El “fuellerío” desaparecía sobre las rocas donde no era posible percibirlo, o entre los matorrales que se espesaban haciéndose bravíos y obstruyéndonos el paso completamente. Quise que nos internáramos en las cañadas de la sierra, pero mis tres acompañantes, a una, se opusieron obstinadamente y no logré arrancarles, con todos mis esfuerzos, aquella superstición de la cabeza.

Desalentado al fin, volvime, no sin proponerme descubrir por cualquier medio y a todo trance aquel hasta entonces para mí inexplicable misterio; y no cejé un punto hasta que, transcurrido más de un año, pude lograr al cabo dar con el secreto, cuando el viejecillo fue encontrado muerto en una covacha oculta entre lo más salvaje y escarpado de la montaña.

El hallazgo del cadáver fue debido a una circunstancia singular por cierto. Ocupábanse unos leñadores en sus habituales faenas, cuando escucharon los aullidos agudos y prolongados de un coyote, y tan insistentes eran que determinaron ir en busca del animal para matarle. Topáronle a la entrada de una cueva poco profunda donde se ocultó al sospechar que le perseguían. Los leñadores, se aventuraron dentro de la cueva, y ¡cuál sería su asombro al encontrar al viejo muerto y junto a él como si fuese un perro, al coyote echado y lamiéndole con tan grandes muestras de cariño y de dolor que los hombres se enternecieron, y a pesar de la superstición que abrigaban sobre las brujerías del viejo, le sacaron de allí, llevándole a enterrar al cementerio más cercano.

El viejo, cuyas dolencias y falta de fuerzas eran más aparentes que reales, explotaba la credulidad de los sencillos montañeses para hacerse temer y robar a mansalva, con la ayuda del leal y bien amaestrado coyote, que le proveía de aves del corral y cuadrúpedos, con cuya venta satisfacía las menguadas necesidades de su miserable existencia…

Y ahora, al entrar la noche, el fiel canino marchaba en pos del rústico funeral por entre las lóbregas asperezas de la serranía, lanzando el doloroso clamor de la despedida a aquella miseria y abyección que le abandonaban para siempre y que le habían amparado con amor y abrigo en la soledad de los campos, en cuya infinita tristeza iba a perderse el lastimero grito, como el toque lúgubre de salvaje clarín que, para contemplar en tanta pequeñez la augusta grandeza de la muerte, convocara a todos los espectros de la montaña.